Siempre vuelvo a ti
Regresé al Santa y luego también al jardín, escrutando cada pedazo de tierra, cada flor, cada imagen, como si saboreara un delicioso helado. Me senté en el banco frente a la antigua Universidad Portucalense, de la que solo quedaban el edificio y las piedras, donde tuve que masticar yogur con los ojos vendados, mientras otro estudiante de primer año me lo ofrecía en la boca, en los ojos, en el pelo; en fin, hasta que desistí de esta ridícula práctica. Un día, dejando al Guedes original, tú y yo, tras haber saboreado una deliciosa feijoada de mariscos con el niño, entramos en el jardín y lo miré, como si contemplara el futuro, el nuestro, que coexistía, única y exclusivamente, en ese breve instante de mi contemplación, con el estómago lleno y el alma llena de la ligereza que me aseguraba que ese tiempo ya estaba allí, cerca, donde tu rostro lo dominaba todo y las aventuras del niño siempre, y necesariamente, pasaban por un timbal nuevo, una piel estirada, unas escobas, un pedal doble, una batería moderna que podía contraerse en sonido entre las paredes de una sala de corcho que amortiguaba sus pausas pero no impedía que su creatividad se expandiera, si eso era lo que quería. Que lo mío era mirarte y abrazarte, besarte y abrazarte, contentarme con una sonrisa a media asta cuando tuvieras tiempo para nosotros, que tu vida fuera la de un esclavo, siempre trabajando para que nada faltara. Vi a la gente y los edificios, algunos parecidos y otros no tanto, tantas puertas abiertas y tantas cerradas a un futuro que se cumplía en otras latitudes, bajo otras formas, escapando a lo previamente planeado, a la estructura que se preparaba en aquel entonces. Recuerdo a John Lennon, quien dijo que la vida sucede mientras se planean las cosas, y a Mafalda Veiga cantando "Old Man", y una compasión brotando en mí, como si envejecer fuera una enfermedad mortal, el olvido que el tiempo nos infligía, los verbos que parecían olas gigantescas de mal tiempo, esos tsunamis expresivos, del gerundio o futuro en conjunción, atreviéndose a ocurrir en el pretérito pluscuamperfecto, sin aceptar imposiciones temporales lingüísticas, y a mí, que soñaba que éramos y seguiríamos siendo, pero el sueño ya se había hecho añicos, quizá sin darme cuenta, al instante siguiente de soñarlo. Vi las glicinas mostrando su exuberancia, los amores imperfectos deleitando la mirada de los transeúntes. ¿Murió ese sueño en mí o dejé de habitarlo? ¿Será por eso que nunca se materializó? Ni los parches tensos, ni los platillos, ni las baquetas, ni las sonrisas, solo retratos, vacíos en el tiempo que había terminado, y yo, obstinadamente, permanecí a flote, sola, con la expresión de nostalgia que rimaba con la alegría que una vez me hizo mujer y madre. ¿Dónde me había perdido? Y ese anciano en la voz de Mafalda era yo y todos los yo que me habían habitado hasta conocerte, y todos los yo futuros, agobiándome, sentados allí conmigo, en ese banco entristecido por los inviernos, pero que se mantiene rojo para recordarnos que el frío puede ser un fuego que mantiene el corazón ardiendo en pensamientos secretos, cuando se alinea con nuestro yo idealizado. Y yo era esa vieja idealista, animada por el fuego del espíritu, por la pasión de lo divino, atesorando todos los yo, pasados y futuros. Fui la madre de los espíritus del jardín que ahora dedicaban el tiempo justo a la reflexión y la soledad necesaria para alcanzar el equilibrio y la estructura de la materialización. Madera, fuego, flores y pájaros, esa etéresis de quién eras y el sazón musical de la brisa que viene a alborotar mi cabello, el agua del pequeño lago que infla las emociones que sobrevivieron al aparato de los años y al soplo de la materialización de otros, y tu imagen viene a añadir los acordes a esta tarde que cae, sepulcral, donde ninguno de los seres que comparten lo que veo puede adivinar mis deseos superiores, que entrego al jardín y desaparezco en el cálido coche, con el billete aún dentro de las dos horas permitidas, que no me permito infringir, a mí misma, y voy, casi descalza, casi con gracia, mientras me concentro en conducir, en el CD, los camellos tocando "You Are The One" y me quito las chanclas de los pies y solo si la policía me detiene estaré segura de que merezco una falta. Si no, seré yo subiendo la Avenida Fernão de Magalhães y tú bajando al jardín de las delicias, donde un día me encontrarás por casualidad, te dirás que fue por casualidad, mirarás el reloj y verás las seis y dieciocho en la pantalla, y te sentarás como si fuera hace veinte años, moldeando las manecillas de las baquetas, estudiando el dibujo de mis dedos en los tuyos, escucharás una vieja canción que me enseñaste y la luna se apoderará del jardín, de la calle, tu mano reposará en la mía, entre ayer y mañana y ya no conduciré descalza y surgirá en mí la gracia que Dios me aseguró que existía, esta mía sola, de mirarte a los ojos desiguales y ningún castillo se derrumbará, y todos los tsunamis serán permitidos y permitidos, en la pasión entre nuestra sonrisa y tu piel mohosa, entre diciembre y agosto.
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