Padre, De largo aliento, Piedra pómez

 



Los momentos bonitos eran raros y cabían en mis manos, pero todos sabemos que cuando encarcelamos algo, nos perdemos a nosotros mismos, convirtiéndonos en rehenes de ese algo que nos atrevemos a hacer cautivo. Tenía que encontrar la manera de mantenerlos vivos, de guiarme y motivarme, y de no idolatrarlos. Quería verlos multiplicados, así como los números matemáticos que mi abuelo insistía en verme repetir, la tabla de multiplicar. Sin el engaño de encontrarlos, a través de los dedos de las manos y luego de los pies, que era feo, hija, encontrarlos sin hacer uso de la mente, ¿para qué quieres una mente, si vas al atajo?

Entonces, mientras su protección se protegía de la monstruosa enfermedad que también se apoderaba de él, de un páncreas amenazante que mermaba su salud y sus días felices, traté de servirme de la mente que me había asegurado que tenía, para conservarlos, sin atarlos, y aprendí la tabla de multiplicar los abrazos y las confesiones íntimas, de la manera que me pareció más eficaz, sin el uso de atajos, que el abuelo había asegurado que eran dobles trabajos y sin recurrir a su encarcelamiento. Los hermosos recuerdos los escondía entre su pecho y su alma, que era el lugar donde creía que eran su hogar. Y cuando me tocó vivir una más, así, digna e intocable, llena de gracia superior, repetí esta matemática.

Hasta que aprendí que, al igual que las plantas, los brotes y las raíces que se infiltraban en la tierra, cuando estaban bien cuidados, no se marchitaban, al contrario, extraían de la matemática natural del universo ese don de la multiplicación que yo había conocido temprano de Jesús, a través de la película Jesucristo Superstar que mis abuelos me llevaron a ver, en la multiplicación de los panes y los peces, para saciar la sed de desamor e impotencia que los totalitarios estaban haciendo progresar. Y las sonrisas de las alegrías extemporáneas y ocasionales se convirtieron en serendipia, como la salud de un miembro que se había fracturado y curado, sin mancha ni agravamiento, como la pasión por otros seres, en la que prosperaba la admiración por el intelecto y las formas humanas.

Crecer era una tarea ardua, cuando las circunstancias dejaban con vicisitudes e inutilidad, falta de apoyo y comodidad. Los niños abandonados estaban siendo preparados, por omisiones y conflictos, para disputas misteriosas y este expediente se mantenía bajo llave. Perder al padre, a la madre, a los abuelos, fuentes de apoyo y garantía de protección era la tarea hercúlea que prometía imposibilidades, por encima de todo. La posibilidad del amor tendría que llegar de otras maneras que las consideradas normales. Fuimos muchos los que nacimos y crecimos así, en un Dios dará imprevistos.

Era duro verlos derrotados, estancos, de cera, comprimidos en caobas y cajas de cerezo, por más cordones y adornos, por más oraciones y lágrimas, su ausencia física ganaba espacio en el tiempo de mi infancia, que es ese tiempo bien merecido, para sonreír, sin cuestionar al mundo por los dolores que existen. Tantas veces, sin ellos, esta fea infancia había engordado, con más decepciones y engaños que encontraban razón en la ocupación del tiempo, negligencias y tristezas que dominaban a los adultos, como máquinas. Adultos que se pusieron de pie y se distribuyeron a sí mismos, tareas de obligación de marcha, desconectados del ánima, pero más grave que eso, desconectados del corazón. Muy parecidos a los autómatas, no cuestionaban la rebelión de las pequeñas o grandes acciones, no pretendían endosar el mal a un lugar desierto, donde no se podía operar el don de la multiplicación. Del acto de vivir, se les privaba del pensamiento y del sentimiento. El único don que poseían era el de la servidumbre cooperativa, cooperativa y desproporcionada.

Sé que mis gritos internos fueron domesticados, porque nunca los dejé ir, nunca los liberé a la luz del día, los mantuve, los discipline, les di hambre y sed para que se marchitaran. Y cuando uno de ellos creció y se hizo más grande que mis fuerzas y trató de embestirme a mí y a los hijos de mi madre, donde la reemplacé, me rendí al dolor. Pedí la muerte y sé, hoy, de adulto, que el niño que fui, que fingía ser fuerte, era débil, frágil, vulnerable, como los juncos en los cañaverales, como las hierbas que se doblaban al viento. Quien se veía débil para luego extinguir la extensión de la herida del huérfano, había, por lo tanto, en esa debilidad una fuerza mayor, capaz de extinguir, sacudir y comprender los muchos porqués que operaban.

Mi bendición fue escuchada, a pesar de las veces que había recurrido a las trampas que me reprochaba el abuelo Rodrigo, la de esconder los dedos debajo de la mesa, para encontrar el número multiplicado correcto, contándome historias con finales felices, y hasta con alguna malicia o malicia, gritando el nombre de papá, en voz alta, memorizando todos los rincones de donde pudieran salir los verdugos, para que supieran que no estábamos solos. Ni yo ni los hijos de mi madre. Pero ese día llegó la bendición y era sábado, que los creyentes de una Biblia tergiversada dijeron, el día de descanso. Ese día, Dios no descansó, y yo tampoco, hasta que me abrazó y me prometió que me mostraría que los días ganarían otros matices, más que el blanco y negro, más que el gris o de los que, al descender, la noche tendría que ser el escondite para refugiarse en los arcoíris guardados en mi pecho. Ese día, en el abrazo de Dios, acurrucado por los ángeles, me aseguraron que mostraría todos los colores, sin temor a que huyeran o se marchitaran de mí debido a la privación. Mi cuerpo no era más que otro cuerpo, acostado boca arriba, delgado y flaco, una especie de objeto fuera de sintonía con la magnificencia vivida en ese plano de luz. El amor era mi residencia, no los dolores y la incomprensión de acontecimientos desprovistos de humanidad. Y cuando regresé, me encontré escondiendo, incluso de mí mismo, este consuelo que los ángeles me habían ofrecido, no por miedo a que me lo robaran, nadie puede robar lo mejor que llevamos dentro, ni siquiera matando el cuerpo que lleva el alma. El miedo a la incomprensión del suceso era que me robaran a mis muchachos de oro, que dondequiera que amenazaran con llevarme, mis brazos no pudieran alcanzar y proteger, que mis ojos no pudieran ver y mi corazón ni siquiera pudiera adivinar las malas acciones que los adultos practican en secreto, llenas de máscaras de bondad y cordialidad. Sólo con un cuerpo presente, íntegro y vigilante podía hacerlo. La constante amenaza verbal de ser arrojado a un internado era muy agradable para mi padrastro y el autómata arribista en el que se había convertido mi madre. El mensajero del diablo. Vegetalizada por los diversos antidepresivos y sedantes que la adormecían en el rol social de mayor responsabilidad. ¡La de ser madre!

Huelga decir que, junto a los buenos momentos que no se multiplicaban según las necesidades de la alegría, los malos siempre tenían un día y una hora para suceder, supresivos y repentinos, dignos de muchos diarios garabateados de investigación. En el último dolor más grande, en las últimas páginas de mi adolescencia, la prueba que me hizo rebelarme y tuve que transformarla en serenidad y aceptación fue que, cuando lo vi, pequeño y azul, en esa caja más corto que todos los demás, más hermoso que todos los demás, él más hermoso que todos los demás, sin pliegues de preocupación o dolor en su rostro, esculpido como cera, por ángeles y querubines, inerte y tenue, lleno de periódicos que llenan el cerebro, autopsiado, con agua de sangre que desciende de las cavidades nasales, debido al deshielo del cuerpo; Dios quería llevarlo a él, un ascenso de posición o una necesidad de sus servicios a otro lugar y eso es todo. El golpe me golpeó fuerte y me hizo retirarme a rogarle a Dios, otra vez. ¿Por qué y eran porqués dirigidos a lo divino, llenos de repugnancia e indignación, tú que puedes hacer todo, fortalecer a los débiles, dar apoyo a los vulnerables, apaciguar a los huestes, tomar ángeles que nos dan apetito por la vida, no podrías darle un corazón más joven? ¡Oh Dios, por qué me desagradas, por qué me haces tan difícil el don de la vida, si me quitas la alegría de los ojos, si me haces arrastrar de nuevo, en la angustia de la incomprensión, por favor dame ausencia, toma mi cuerpo que no necesito, que he dejado aquí, sin razón para querer usarlo para más propósitos! ¿Por qué no me trajiste a mí? Primero, me robaste al abuelo que me enseñó a no engañar en la vida, cuyos principios reemplazaron a los del padre que me llevaste y, ni siquiera dos meses después, me arrancaste al ángel lleno de limitaciones y que, a pesar de ellas, mantenía nuestra alegría en una sonrisa cálida y frecuente en su presencia. Por mucho que quisiera comprender todos los designios, me lo impedía ser un simple mortal, pero le pedí, esa noche, ya que no puedes convertir todo este evento en una pesadilla de la que pueda despertar y continuar, aliviado, al darme cuenta de que finalmente es esta pesadilla, dame la capacidad de aceptar esta interferencia y disminuir el anhelo que se multiplicará mucho más allá de cien años, ¡Mucho más allá de todas las tablas de multiplicar difíciles!

Los días feos podrían disminuir dentro de mi metro cuadrado, porque tus promesas se cumplieron. Que tu abrazo sanó los malentendidos más prolongados. Trajiste la poesía a mis días y la adolescente que ya era mujer encontró caminos que ningún atajo reemplazó. La analogía que hoy hago de mí misma, de ese tiempo de transmutación entre la joven y lo que soy hoy, es la de la piedra pómez que, después del encuentro entre el fuego, la tierra y el agua, el aire y las circunstancias que me separan de la clarividencia, me sigue ejecutando como este objeto duro y ligero, inanimado, de limpieza y tratamiento, para servir a los demás como la remoción del sarro que se aloja en los apéndices de la existencia, que de cornisa en cornisa, extermina, a través de la comprensión que da la sal del tiempo, las emociones que se alojan y se vuelven irracionales, arrancándolas para que no se multipliquen en enfermedades de las tablas de multiplicar donde el amor está ausente. Nací de una explosión y me extinguiré en otra, cuando lo creas conveniente. Hasta entonces, seré racional y matemático en la comprensión afectiva y en la extinción de las enfermedades terminales que produce la falta de amor y la incomprensión. Los tres pies, abuelo Rodrigo, de raíz cuadrada, elevados al divino poder de la trinidad. Y es prolijo, hasta que Dios cumpla la promesa que me hizo. Papá, ¿estoy listo?


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