De los misterios insondables de la vida

 



Mi hermano

Esta nota sirve para hablarles de mis sentimientos, del dolor que necesito que se comparta, del cansancio inagotable de estos espacios, donde mi madre y yo somos rehenes, enclaustradas, marginadas, como dos personas non gratas. La comunidad externa no es amigable. Ni siquiera leve, como la que hemos tenido toda la vida. Me refiero a ellos tres, a mí, a ti y a la madre. Pero tu madre, sus vecinos, los que estuvieron cerca de ella, ya quedan pocos, dispersos y cerca de ti, otros deambulan por las esferas celestes, y si aquí fueron indigeribles para la sociedad civil, cargando estigmas y etiquetas, a los que señalaron con el dedo y costumbres, en el plano superior son muy estimados. Busco la manera de combatir todos los males con conversaciones sueltas, a veces serias, donde la madre me cuenta otro episodio de su vida, con el padre, sin el padre, o conversaciones menos serias, donde también augura un futuro inhumano para los que quedan de nuestra generación. De otras generaciones. Que teme por sus nietos, que se asusta por las noticias de cambios fatales, por los debates poco instructivos de la política actual. A su madre siempre le gustaron los debates políticos, los intercambios de banderines, el humor y la vida. Y a pesar de todo, incluso ahora, cuando se levanta con los dolores de las articulaciones y los huesos, de un esqueleto envidiable a los anoréxicos, sigue sonriendo, hablando con los gatos encaramados en su ventana, cuando la abro de par en par, con los verdes de enfrente. Nuestros amigos son estos árboles que crecen sin orden, la hierba que no nos permite ver un pedazo de tierra, los gatos y perros que nos saludan y siempre me parecen sedientos de nuestra atención y amor. Estos son los únicos amigos que necesitamos. Dios, en su inmensidad y sabiduría, ha colocado vecinos perfectos dentro del perímetro que demarca el acercamiento de los inhumanos.

Pospongo tareas, pospongo obligaciones o, entonces, soy yo quien invento que son obligaciones, además de esto, estar vivo y lúcido, consciente en todo momento, de la proximidad de esa tormenta que me arrancará la sangre, el cansancio y la tristeza que intento vivir solo, en el dormitorio, o bien, junto a los árboles en flor. Los cielos ahora se atrincheran con pesadas nubes, los perros del barrio ladran al viento y a los movimientos de nuestra puerta o de la puerta del vecino, creyendo que son soldados obligados a defender territorialmente a sus dueños contra todas las adversidades climáticas. Me quedo aquí para ver, como el conejo hechizado por la serpiente, el polvo que se acumula en los alféizares de las ventanas, las nubes que fingen ser grandes animales, la belleza y la perfección de la ondulación de las hojas azotadas por el viento sobre el tanque. Mi habitación ha sido la cabaña, donde me escondo, para ver las luces y los proyectores naturales del cielo dar protagonismo a todo lo que hay fuera de mí. En su interior, como sabéis, hay tantos fantasmas sin escenario, sin nombre, sin forma de emigrar a otros afectos y corazones. Soy un marginado y supongo que podré ver este mismo adjetivo en el que encajo en vivo y en color. Quiero irme. Y voy a recoger a Maria do Rosário Pedreira, madre, quiero irme, pero no quiero que se vaya. No sé cómo verla irse. ¿Sabes? ¿Estás preparado para hacerlo? Y no puedo abrazarte, pero puedo sentir tus lágrimas rodando por tus ojos, convirtiéndose en gotas en tu nariz y sollozos que tratas de domar en tu glotis. No lo lograrás. Caerás como yo, tendrás que soltar como yo, el dolor atrapado de todos los años, este dolor de fingir que no duele, de querer que todos nuestros fantasmas afectivos nos tomen de la mano ante el precipicio tantas veces anunciado que ella también tendrá que convertirse en fantasma. La agonía, la amargura, el luto, la orfandad son palabras tan pesadas que expresan incoherencia y finitud. Y como el amor no termina, no termina, preveo un dolor continuo que no podemos eutanasiar. Tendremos que aprender a soltar y volver a abrir nuestro corazón, para que no nos enfermemos aún más ¿Recuerdas cuando un gato o un perro murió por nosotros? ¿Que pasamos horas esperando que resucitaran de milagro? Pues bien, lo que tiene que resucitar en nosotros es un corazón ligero, como la pluma de un pájaro, como un vuelo libre, para que nuestras experiencias puedan recibir el sol en dosis homeopáticas y con un intervalo de pausa, los procesos que tendremos que vivir. Todos somos aves en oleadas migratorias, todos somos osos en procesos de hibernación temporal. Todo es temporal. Me parece que, como hermana mayor, tendré que seguir diciéndote que aunque los que se vayan se vayan, nada es en vano, que tenemos raíces de viento y que, un día, también nos llegará el momento, de extirparnos. En ese momento, me imagino, en nuestra propia huida definitiva es cuando nos liberamos de todas las penas y otras palabras pesadas, estériles, que solo producen dolor con diferente nomenclatura.


Miro los libros y viajo a través de los títulos. Como una persona autista, entregándose a mi mundo, donde solo había fantasmas de niños que, a pesar de sus penas, se atrevían a reír, a construir edificios y castillos. Ninguno de los dos aprendió a nadar. Ninguno de nosotros aprendió a perder. Querida mía, llegará el momento en que los dos, tomados de la mano o cada uno en la caverna de Platón, acariciaremos el hilo dorado de la luz y de la paz, porque tenemos sombras en abundancia. Y quién sabe, en una primavera, sin miedo, hablaremos de todo y de todos los que, habiéndose ido, se quedaron. Estoy muy cansada. Pero te quiero mucho, ayer, hoy y siempre, en cada uno de los tiempos verbales que quieras conjugar. Perdóname por este mal genio de obligarnos a lidiar con todo, conversaciones serias y menos agradables, de tener esta manía de Virgo que ya no reconozco en ti, pero sí mucho en mí, de organizar hasta los dolores y cómo vivirlos. Antero, quiero ver el mar.

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