El vals de las mil veces
Me golpeó duramente el aire frío y húmedo de la madrugada. Castigándome el sueño que me persigue. Me despierto tres, cuatro veces por noche, es culpa del alprazolam, no es culpa del alprazolam, es culpa del café o del té, qué más da, si la culpa muere sola y nunca es de nadie, y abrí las ventanas, la noche aún caminaba entre los vapores de la promesa de ser día y, yo, sudando entre el edredón y el colchón, miré una vez más el reloj y solo había pasado media hora desde la última mirada, y quería volver a donde estabas tú, en ese trozo de nube donde no había pasado el tiempo, nada robado, todo como había sido antes, antes, antes y ahora, frente a las dos veces estaba yo, la figura con el cuerpo presente, triste como la noche húmeda, el viento rugiente, sin miedo, yo era el jaguar, la cerilla de la tormenta, y mi gloria estaba en los ojos cerrados, donde te encerré en estos años, absolutamente intocable, permanente y sin la mancha de la edad, seguías sonriendo y desde tus ojos vi todo lo que había estado oculta para mí durante mi vida, de tus ojos, ningún amanecer había amanecido en ti. Dije adiós, porque permanecías en ellos, noche tras noche, solo dentro, siendo mi ventana al mundo frío y ausente, la codicia del orgullo momentáneo y menguante, que eras mi amanecer en mis ojos cerrados, que te custodiaba como quien custodia un templo de vendedores ajenos, que te sujetaba como si los pilares de la eternidad dependieran de ti y dependieran, dependieran, con mi cara, en la ventana abierta, donde caía la lluvia, violentamente, violentamente le ofrecí mi cara, mis brazos, mi pecho para sentir, en ese impacto, toda la violencia de la fortaleza donde permanezco adherida, a una imagen, a un sueño, un espejismo del Duero, y mientras mantenía los ojos cerrados, guardándote del mundo, ofrecí las palmas cóncavas de mis manos, no en oración sino en castigo, por seguir sosteniéndote, con el cuidado y la pasión con que aún me nutres por dentro, y mis piernas temblaban con el esfuerzo de mantenerme anclado en este puerto, tras las contraventanas abiertas, inclinándose hacia el amanecer, donde no llegas, donde no eres personaje, donde nada ni nadie te conoce, salvo todos los árboles y brazos extendidos, cuyas hojas gritan vida por su savia, testigos de alas y picos, desnudos como yo, domados como yo en la tormenta, dos palomas reunidas en la pared del tanque, sin quitarme la vista de encima, también con patas parpadeantes, como la vela misma, que sigue encendida, esperanza parpadeante como filo de espada cortando el sueño en realidad y pesadilla, sin lluvia que la apague, que la agote, que la haga sudar, todos los seres vivos del amanecer me miran y son cómplices de mi locura, de tu ausencia, del final que se verá comenzar, tal vez en un escenario de guerra, donde cualquier bala termina, ejecuta, protege el cuerpo de cualquier humano, a través de mi carne sin vida, que ama la paz y el equilibrio, que persigue sueños en la oscuridad, y veo la lluvia derribar mis palmas llenas del agua de Dios, me mojo para limpiar las lágrimas que emergen de la pesadilla, y a través de mi cuello y la parte de arriba del pijama, vuelvo a ser fantasma, escudriñando el cielo que empieza a clarear y con él mi sueño de llegar tarde y llegar temprano, y ser todo a la vez, de tener frío, congelarme, mi cuerpo vapor de fuegos latentes, piernas débiles que tiemblan por el exilio, por el peso de los años, por el cansancio que me agota, por la suma de anhelos, por los espejismos constantes que no me abandonan, donde seco mis lágrimas y crecen nuevos ríos cuyos afluentes desembocarán en la ensenada de tus ojos que me empeño en guardar dentro de mí.
Después de innumerables intentos de volver al sueño, me encuentro, me enfrento al espejo donde arde la vela, donde están tus ojos de la fotografía desgastada, los ojos de todos los ángeles guardianes que me guían por el pasillo a oscuras hasta la cocina, donde hundo el fondo de la tetera en otro grifo y una bolsita de melisa, con una toalla de cara me seco, manos, brazos, pelo empapado, me quito el pijama y me cambio de uniforme y me siento tranquilamente, para no despertar viva o muerta y me entrego a otro té que me aguante hasta media mañana, donde tomaré café doble, para soportar el disparo renovado de un sueño que murió expuesto, una mina terrestre que explotó por delante, que se vengó con los años y, que olvidé presumir, que me encargué de enterrar sin embargo, sin un cuerpo presente, tu cuerpo que amo, que solo en el pensamiento te acaricia, te hace daño, lucha entre la falta y el consuelo de seguir viva y mantener mi cuerpo vivo y cálido, junto con la infusión de melisa, junto con el sueño, hierba, con la lavanda en los pliegues de la sábana, con los pañuelos, en el pliegue del plato, donde el té me recuerda que el amanecer se hace más claro y volverás a dormir plácidamente, sin mi aura rodeando tu rostro, rodeando tu pecho, en tu abrazo y dulce olor, me levanto derrotado, vuelvo en mi ayuda, las mayúsculas encendidas, el espíritu del águila pausado para otra noche donde el alprazolam pueda ser efectivo, un efecto de descanso en el cuerpo cansado de la danza que sigue ensayando, el día en que te veré, que será un gran día, un día con fecha audaz en el calendario mundial, y en ese día, todos los discursos, todas las palabras dichas, escritas, todos los amaneceres angustiosos de tu ausencia me cansarán, porque volveré a tus brazos, entre una bala, el refugio de un estallido que me cegará, que me ensordecerá y solo veré los fuegos artificiales en tus ojos y que a cualquier niño sálvame del avance del sudario, seré yo a quien salves, que mi cuerpo sirva como un muro, que sea digno del sudario, que al fin se cansó de ensayar una danza que al fin se hizo realidad, cuando aún tenía sueños y eran de terciopelo, eran justos y libres, sin ofender a nadie, guiándome, al fin, tus ojos, siempre tus ojos desiguales sosteniendo mi cuerpo, caído en el suelo de los mártires de la guerra, donde sin que sea casualidad ni casualidad, caeré al fin en tus brazos, en la ventana de tus ojos, donde Dios me sopló la vida, así comenzó. Y termino el té, el texto, la sacralización de los segundos, apartando las mantas, entrando en el día, en posición fetal, manteniendo encendida la luz interna para el volcán que se apagará en este vals a mil tiempos, donde mis plegarias se silencian, donde ya me quedo, de rodillas, donde sólo la desgracia besará mi rostro como si fueran tus labios mohosos los que me calmaran en el ahora. Y entonces, en los últimos acordes de Brell, la lava de mi cuerpo se mezclará en sus aguas saladas, en el mar que nos unió y que nada ni nadie separará. Por fin puedo cerrar los ojos y esperar las olas que, siete a la vez, romperán contra mi cuerpo y me llevarán al mar abierto, en este vals ensayado allá arriba, donde ambos bailamos vals por muchas eternidades.
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